MANUEL BLANCO Y LA JONDE: EMOCIÓN
Una de las experiencias más hermosas del arte es oír un buen concierto de música clásica. ¡Cuántas sorpresas, cuántas maravillas y qué difícil se me antoja que todo fluya, que haya felicidad en la interpretación, alegría, sincronía, vitalidad, esa magia inefable que se da cuando los instrumentos, y sus ejecutantes, hablan entre sí y deslíen, nota a nota, la complejidad de una partitura, sus variaciones, sus detalles! Esta mañana he estado oyendo la JONDE (Joven Orquesta Nacional de España), bajo la dirección de George Pehlivanian: fue un concierto especial, la sala Mozart del Auditorio de Zaragoza estaba atiborrada, el oyente más veterano quizá fuese un señor de 94 años, perfectamente lúcido, que me diría que durante la interpretación de Manuel Blanco, a la trompeta, se había emocionado profundamente. Tanto que tuvo que refrenar las lágrimas.
La JONDE, con el solista Blanco (Daimiel, Ciudad Real, 1985), que tocó dos temas en la primera parte, uno de Arutianian y otro de Piazzola, logró una primera parte espléndida; Blanco, de apenas treinta años, dijo que había empezado en cierta forma en el Auditorio de Zaragoza hacía doce o trece años, y que el de hoy era un concierto muy especial. Oír a los instrumentos solistas, en medio de la orquesta o cuando esta se detiene o elige el sonido de la cuerda o de otros vientos, produce una sensación especial: oyes sonidos que no pensabas que tenía el instrumento. Tocó como quiso, melancólico y exuberante, cálido y seguro, con swing, él mismo parecía animar a la orquesta en sus tiempos muertos y disfrutaba con los movimientos del director. Un instante precioso. Manuel Blanco es elegante, clásico y moderno, conoce su instrumento y se siente tan gusto que contagia su dicha, el puro placer de tocar. Y no solo eso: sabe que la música se hace en equipo y elogió y animó a sus compañeros.
Y luego la JONDE atacó la sinfonía en cuatro tiempos ‘Leningrado’ de Shostakovich, una de esas obras difíciles, variadas, llenas de matices, de equilibrios y desequilibrios, de entradas y de salidas, de recovecos y de ecos; Juan Carlos Galtier exaltó las virtudes del compositor y pidió que nos fijásemos en su ironía, una de sus constantes. Eso es más difícil de percibir, al menos para mí. Pero lo que sí se oye, se oye y se ve, es la riqueza de la partitura, los estados de ánimo, la creación de atmósferas, la belleza y la fuerza, y ese intensidad asombrosa que constituye el cierre (también la hubo en otros dos o tres momentos) en todo lo alto, con todo el bloque de músicos estremecido, como si fuera una auténtica catarsis o una apoteosis. La pieza duró más de 70 minutos. Y los jóvenes, de entre 17 años a 25, la bordaron.
La gente gritó “bravos” y más “bravos”, durante más de cinco minutos. Decía Miguel Ángel Tapia, pianista y director del Auditorio, que había más jóvenes que nunca y que quizá hubiese gente de fuera. Los Ciclos de Introducción a la música fueron un invento del llorado Ángel Martínez hace36 años; Tapia los coordina desde hace 35. A mi lado se sentaba una pareja de amigos de Manuel Blanco, a los que les dedicó su concierto. Los chicos, contentos, se abrazaban todos ante casi dos mil personas que sospechaban que había tenido una mañana inolvidable. La música contagia plenitud, emoción, sosiego, y eso es uno de sus enigmas. La melodía oculta que nos envuelve. El gozo palpitante.
Fuente: antoncastro